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La República española, otra vez, contra el proletariado: el 3 de mayo de 1937 en Barcelona

Diego Farpón

En the New International, en el número de mayo de 1943, apareció el siguiente artículo sobre los últimos días de la Revolución española. Aquellos días se libró un combate contra el viejo mundo, del cual el fascismo era sólo la expresión más transparente de la barbarie a la que nos arroja el modo de producción capitalista y la dominación burguesa.
Sostiene Miriam Gould que aquel combate que tuvo como escenario central Barcelona fue un momento decisivo, en la medida en que “la historia presentaba a Europa su última oportunidad de cambiar la naturaleza de la guerra que se avecinaba”.
Fue aquella revolución, olvidada por la historiografía burguesa y despreciada por el stalinismo, una lucha épica en la que el proletariado continuaba la Revolución de Asturias de 1934, y continuaba el derrocamiento de la monarquía de 1931. Fue, también, el último eco de 1917.


Lecciones de la Comuna española
En el aniversario del levantamiento de Barcelona

La tarde del lunes 3 de mayo de 1937, Barcelona, España, fue testigo de un intento heroico más de la clase trabajadora europea de coger el futuro con sus propias manos. Ese día se repitió el tremendo esfuerzo de julio de 1936, cuando los trabajadores españoles declararon por primera vez su completa independencica de los viejos planes de la clase dominante para su futuro. Si hubieran tenido éxito, todo el curso de la historia de la humanidad podría haber tomado un rumbo diferente.
En estas “jornadas de mayo”, las mismas fuerzas que llevaron a todo el movimiento obrero europeo a sus recientes derrotas –es decir, los Frentes Populares, los socialista-reformistas, los estalinistas y los farsantes sindicales– se lanzaron en un conflicto abierto y violento con los levantados y determinados obreros revolucionarios de Catalunya. Para entender todo el significado de estos acontecimientos, debemos retroceder unos meses hasta el comienzo de la guerra civil española.
En los meses que precedieron al intento de golpe fascista del 19 de julio de 1936, los trabajadores españoles habían mostrado una y otra vez la madurez de su clase. Acciones de masas, insurrecciones abortadas y tomas de tierra habían reflejado para todo el que quisiera ver, su disposición para un cambio social drástico. Pero las organizaciones de masas anarquistas y socialistas no querían ver. Los falsos dirigentes del movimiento obrero fueron incapaces de dirigir una lucha agresiva frente a los golpes que la economía española en rápido deterioro estaba asestando a los trabajadores. Mientras la vanguardia del movimiento obrero disipaba sus energías en acciones esporádicas, la iniciativa política quedaba en manos de los generales monárquicos y fascistas que abiertamente planificaron y protagonizaron la sublevación militar del 19 de julio.
El gobierno republicano, tratando en vano de mantenerse entre la clase obrera levantada y los fascistas decididos, se despertó una mañana para encontrarse completamente despojado de su ejército y su fuerza policial. Aquellos sectores de las fuerzas armadas que no se habían pasado a los fascistas, se habían unido a las filas de los revolucionarios. La epopeya de aquel julio en Catalunya se ha contado muchas veces -cómo los trabajadores de base abandonaron sus fábricas en busca de armas (que les eran negadas por el gobierno del Frente Popular de liberales y socialistas de té rosa); cómo rodearon los cuarteles y desarmaron, o vencieron, al sublevado ejército fascista.

La iniciativa de los trabajadores españoles

Lo que no se ha entendido tan bien es la relación entre la república de 1931, las masas españolas armadas y sus traidores en las semanas posteriores a la derrota de los fascistas.
La revuelta fue sofocada por los trabajadores revolucionarios en las grandes ciudades y centros industriales de España. Los combates se extendieron a través de la Península en una contienda entre las columnas obreras formadas apresuradamente y las pocas divisiones del ejército que quedaban, para atravesar el país y llegar a los lejanos puntos donde la clase obrera estaba, con dificultad, todavía resistiendo: Sevilla, Granada, Toledo, Zaragoza, etc.
Para detener a los fascistas, los trabajadores organizados, la única fuerza que les ofrecía alguna resistencia, se apoderaron de todas las industrias importantes de España a los pocos días de la revuelta: transporte, comunicaciones, acero, carbón, metalurgia, etc., y , a todos los efectos prácticos, socializaron la distribución. El 20 de julio, los comités de base de la Catalunya política e industrialmente avanzada proclamaban la revolución social y pedían la organización de un nuevo sistema social.
Tan formidable fue el ímpetu del movimiento revolucionario lanzado por los trabajadores españoles en respuesta al ataque fascista, que sus jefes oficiales -del Partido Socialista y de la Federación Anarquista Ibérica (FAI)- fueron arrastrados durante casi dos meses, sin poder para contener la marea. ¡Toda la dirección que estos señores dieron en esos primeros días estuvo contenida en una orden de declarar la huelga general en aquellas ciudades donde tuvo éxito la revuelta fascista!
Por su cuenta, los dirigentes de tercera y cuarta fila de los sindicatos anarquistas (CNT) y los sindicatos socialistas (UGT) se lanzaron a organizar milicias y confiscar fábricas. Pero pronto llegó el momento en que se necesitaba una dirección centralizada y coordinada -en el verdadero sentido-. Se requerían planes generales para librar la guerra y reorganizar la economía para satisfacer sus demandas, mientras el estado mayor de Franco encontraba su ritmo y comenzaba a coordinar sus actividades en los “frentes” recién formados: Madrid, Aragón y el frente sur.
Fue en esta coyuntura, en septiembre de 1936, cuando la clase obrera española cayó víctima de la trágica debilidad obrera de nuestra era: todo su heroísmo no podía sustituir la falta de una dirección de clase decidida y revolucionaria. Sus antiguos jefes volvieron entonces a escena, con todos sus planes para llevar a cabo la guerra, planes que estaban inseparablemente ligados a los del Foreign Office británico y dirigidos contra los verdaderos intereses de las masas trabajadoras.
El plan del socialista Prieto era hipotecar el futuro de los trabajadores españoles a Gran Bretaña, a cambio de una paz negociada. El plan del líder de la UGT, Caballero, era burlar a Prieto aprovechando el apoyo de la URSS, cuyo embajador, Rosenberg, lo visitaba casi a diario para darle “consejos”. El plan de los anarcosindicalistas era engañar a Caballero y Prieto, Gran Bretaña y Rusia, para construir una poderosa unidad económica propiedad de los trabajadores en Catalunya que ellos, como burócratas sindicales, administrarían. Los engañarían entrando en el Gobierno del Frente Popular y haciendo las concesiones políticas que se les pidieran -ya que todo buen anarquista sabe que, en última instancia, ¡es la economía la que determina todo!
Los burócratas de la CNT hicieron suya la consigna de Durruti: “Entregar todo menos la victoria”. Y se embarcaron de hecho en un programa de renuncia de todos los logros económicos y sociales que las masas habían ganado -y que aún estaban organizando-, en el otoño y el invierno de 1936. Ninguno de los cambios sociales y económicos de la revolución fue legalizado por el gobierno del Frente Popular.
Ya en noviembre de 1936, las bases, tanto socialistas como anarquistas, comenzaron a ver la falacia de este programa. Hasta tal punto había avanzado la bancarrota del capitalismo en España, que casi todos los trabajadores de un taller sabían por sí mismos, por su propia experiencia con el ejército sublevado y la economía desorganizada, que los viejos políticos («la dirección», como tal, estaba prácticamente extinguida en suelo español) no podían organizar nada, y mucho menos la continuación exitosa de una complicada guerra moderna.

Conflictos agudos con los traidores

Los catalanes, los valencianos y los madrileños, en efecto, habían puesto su mano en el timón para dirigir sus propios destinos, y no propusieron que su economía controlada por los trabajadores o su ejército fueran devueltos a los políticos republicanos desacreditados, que planeaban abiertamente pedirle a Gran Bretaña vastos préstamos de “reconstrucción”. El tremendo despertar que recorrió los campos y las fábricas españolas trajo consigo cientos de periódicos y radios locales, regionales y provinciales a través de los cuales sindicatos industriales locales y ramas de partidos declararon sus intenciones. Aquí hubo muchos que dejaron constancia de sus pensamientos: vieron claramente que sus dirigentes los estaban llevando de nuevo por los viejos caminos; que su lucha estaba siendo subordinada a los fines y políticas de los viejos imperialistas,
Algunos grupos de trabajadores vieron más lejos que otros. Pero en mayo de 1937, después de diez meses de guerra infructuosa, un profundo malestar agitaba a toda la población de la España antifascista. Veían que su ruptura con el viejo sistema y sus planes para el futuro de España estaban siendo superados por el Gobierno reformista del Frente Popular, de todas las maneras que éste podía idear. Álvarez del Vayo, el Ministro de Relaciones Exteriores socialista, suplicó a Gran Bretaña que aceptara la responsabilidad por el futuro de España. De hecho, el 9 de febrero de 1937, el Gobierno incluso ofreció el Marruecos español a las “potencias democráticas”, sólo por intervenir.
Las masas vieron todo esto; pero lo que mejor entendieron fue los repetidos esfuerzos del Gobierno por desarmarlas. Downing Street insistió en esta “restauración del orden interno” porque sabía que mientras los sindicalistas españoles estuvieran armados y controlaran la policía de España, nunca entregarían las industrias de propiedad extranjera de las que se habían apoderado. Los trabajadores sabían exactamente lo mismo; para ellos, sus fusiles y sus pocas ametralladoras eran el símbolo y la garantía de su poder. Cuando Prieto dijo, con la mirada puesta en Londres: “Esta guerra se ganará en el frente interno”; y cuando Galarza, el ministro socialista, lanzó la guerra en el frente interno para desarmar a las masas, Pueblo Libre (Free People) del Levante dijo: “¿Necesitan fusiles en el frente interno? Que envíen los 15.000 que tiene la policía republicana, y con ellos sus ametralladoras y artillería” (13 de marzo de 1937)
Estos sentimientos fueron repetidos por los sindicalistas de Castilla, Andalucía y Levante, cuando la ofensiva del «segundo frente» llegó a sus pueblos -dirigida por los estalinistas, siempre celosos de mostrar a Inglaterra que eran dignos de confianza y no revolucionarios. En febrero y marzo de 1937, las muertes y los encarcelamientos en estas regiones ascendieron a muchos cientos a medida que avanzaban las fuerzas antiobreras. En Catalunya, donde la reacción tenía menos puntos de apoyo, los motines no comenzaron hasta abril, y no hubo tantos trabajadores asesinados porque los revolucionarios superaban en número a sus oponentes.
Así fue como en mayo de 1937 todo el movimiento revolucionario español se dirigía hacia un momento álgido, y con él el destino del movimiento obrero europeo. ¿Era posible que el heroico proletariado catalán terminara la revolución socialista iniciada en julio? Era una situación en la que el éxito o el fracaso de la elemental y gigantesca reacción de masas que sacudía el escenario político dependía de la existencia de un partido organizado que pudiera dar expresión y dirección consciente a los sentimientos y necesidades de los trabajadores.

La contrarrevolución estalinista

Hubo tímidos intentos de crear un partido de este tipo. Había reagrupamientos en el interior de cada organización obrera, por el impacto, en la base, de los últimos meses de repliegue “oficial”. Las grandes federaciones industriales de la UGT obligaban a Caballero a escindirse de los estalinistas. En el movimiento libertario, varios grupos de izquierda se opusieron a la dirección; en la parte norte de Catalunya, muchos gobiernos locales habían firmado pactos de ayuda mutua para permanecer armados, para estar preparados para el ataque estalinista-burgués; en el Bajo Llobregat, una zona industrial cerca de Barcelona, Ideas estaba llamando abiertamente a una segunda revolución para completar la primera; los Amigos de Durruti, un grupo de rápido crecimiento en la FAI, exigió la constitución de un comité revolucionario; en el POUM, una fuerte izquierda amenazó con arrebatarle el control a la vieja dirección.
Las bases estaban educando lentamente a sus «líderes», así llamados, y empujando a algunos de ellos hacia la izquierda. Pero no lo suficientemente rápido como para compensar los meses perdidos en la retirada -meses que los británicos habían usado para ganarse a grandes sectores de las maquinarias sindicales y partidistas para sus políticas; meses en los que una hábil propaganda estalinista había reclutado para su partido a grupos importantes de policías, pequeños comerciantes, funcionarios del gobierno y oficiales del ejército.
La iniciativa para resolver la tensa situación la tomaron los estalinistas. Estaban decididos a hacerse con el control de la vida política del país y obtuvieron para este proyecto el apoyo poco disimulado de los republicanos y los socialistas de derecha. Sus planes, trazados por el Kremlin, giraban en torno a esa estratagema favorita de la mente policial: la provocación.
La GPU confeccionó un complot en Bruselas para incitar a los trabajadores catalanes a la rebelión armada contra el “Gobierno legítimo”, en el que sus “propios dirigentes ocupaban cargos”. Esta revuelta iba a servir como pretexto para un desarme total y una represión de todos los órganos independientes de acción de clase. Se esperaba que esto finalmente «vendería» a Inglaterra el apoyo al antifascismo español -de la variedad no revolucionaria.
La provocación en sí era bastante simple. Grupos de estalinistas asaltaron y desarmaron o asesinaron a militantes revolucionarios durante varias semanas hasta el 3 de mayo, cuando comenzaron a ocupar sistemáticamente edificios clave: las centrales telefónicas de Barcelona y Tarragona, los cuarteles generales anarquistas. Los trabajadores estuvieron a la altura de la provocación, a pesar de los repetidos llamamientos de sus dirigentes a permanecer “serenos y tranquilos”. Vieron lo que había detrás de la provocación -es decir, la determinación de los últimos defensores de la vieja clase dominante de desarmar y encadenar a los trabajadores una vez más al gastado sistema. El 3 de mayo, los silbatos de las fábricas colectivizadas de Barcelona convocaron una huelga general. Los trabajadores salieron a las calles y rodearon con barricadas todos los cuarteles de policía, gubernamentales y los edificios estalinistas. Los comités de defensa de distrito querían limpiar sus propias partes de la ciudad y luego concentrarse en los edificios oficiales del centro. Barcelona estaba rodeada por un “anillo rojo” de poder obrero armado.
En el resto de Catalunya, la cuestión ya había llegado a un punto crítico y muchos de los pueblos ya estaban en poder de comités mixtos POUM-CNT. En el frente de Aragón, donde miles de soldados llevaban meses inmovilizados, se preparaban columnas para volver a la retaguardia y «limpiarla».
El gobierno de Valencia retiraba tropas del frente para enviarlas a Barcelona. De los pueblos por donde pasaban las tropas llegaban llamadas a la sede anarquista -¿los conductores sindicalistas debían mover los trenes? ¿ Debían los comités de defensa de los pueblos dejarlos pasar?
Toda la tragedia de la Revolución española tuvo su expresión más gráfica en aquella semana. La historia presentaba a Europa su última oportunidad de cambiar la naturaleza de la guerra que se avecinaba. El poder estaba de nuevo en las calles; los trabajadores españoles armados estaban preparados para defender sus acciones revolucionarias independientes y llevarlas más lejos.
Pero la dirección «obrera» oficial estaba mucho más a la derecha de lo que había estado en julio. Los comités CNT-FAI de Barcelona, bajo la tremenda presión de las masas, vacilaron y tropezaron hacia la toma del poder. Los ministros de la CNT, García Oliver y Federica Momseny, volaron en un avión especial desde Valencia para reiterar por radio la orden: «¡Alto el fuego!» («Stop firing!»). La FAI se negó a permitir que su comité de defensa convocara una movilización por el centro de la ciudad.
El momento se había perdido. Había faltado el cuidadoso trabajo preparatorio de construcción de un partido revolucionario. Los recientes reagrupamientos estaban aislados, desorganizados y no tenían claro lo que querían hacer. La valiente y militante clase obrera barcelonesa pagó con 500 muertos y 1.500 heridos su fallido intento de recuperar el camino de la revolución socialista.
Con la derrota comenzó un terror blanco en toda la España antifascista, dirigido por la GPU, hacia el exterminio de los dirigentes más combativos. Pocas semanas después de este silenciamiento de las oposiciones obreras, se formó el «Gobierno de la Victoria» de Negrín, que siguió las directrices del Ministerio de Asuntos Exteriores y condujo a España a la matanza en el altar del apaciguamiento. Los mismos Frentes Populares, reformistas y estalinistas llevaron a los obreros franceses a la derrota, el desánimo y la debacle de 1940.
La clase obrera europea está pagando caras las traiciones del movimiento revolucionario en España. Ellos y nosotros debemos aprender las lecciones de la heroica resistencia de los trabajadores catalanes, que pasará a la historia como una Segunda Comuna. Esta vez resistió durante diez largos meses y nos demostró una vez más que sólo un partido que permanece absolutamente fiel a la consigna de la acción política independiente de la clase obrera puede conducir a las masas a una victoria final sobre sus opresores.

Miriam Gould