Del heroico triunfo de la sociedad soviética frente al nazismo a la liquidación final de la URSS
Al inicio de la Segunda Guerra Mundial la Unión Soviética ya es un Estado obrero degenerado. Tras los dos primeros planes quinquenales, el “mecanismo económico estalinista” está plenamente instalado. Un mecanismo basado en criterios no económicos sino administrativos, que desatienden la productividad y eficiencia y que reivindica el aislamiento económico, mientras en el terreno político y diplomático se colabora con el imperialismo. Colaboración que alcanza el siniestro pacto entre Hitler y Stalin de agosto de 1939, que no impide la Operación Barbarroja (el ataque nazi a la URSS en junio del 41). No es un conflicto bélico más, en torno a cuestiones territoriales, sino que en él está en juego la supervivencia del Estado obrero que, pese a todo, sigue siendo la Unión Soviética, lo que explica la ausencia de respuesta de las potencias occidentales. Y lo que explica asimismo un hecho muy significativo: miembros de la oposición que, por serlo, estaban presos, piden ser alistados para luchar contra la invasión, incluso desempeñando misiones suicidas en el frente de Moscú (1).
El balance de la revolución hasta entonces debe ser afinado. Por una parte, resulta indudable el desarrollo de las fuerzas productivas -máxime considerando el enorme atraso del que se partía- logrado gracias a la planificación que es posible por la expropiación del capital, Lo muestra, por ejemplo, el hecho de que en unos pocos meses, de julio a octubre de 1941, se trasladen al este 1500 fábricas y diez millones de trabajadores. Por otra parte, este desarrollo ha obedecido en gran medida a un crecimiento extensivo, realizado mediante la incorporación masiva de recursos humanos y materiales a la producción. Procedimiento que pronto encuentra sus límites, exigiendo para su continuación un salto cualitativo hacia el crecimiento intensivo que chocará frontalmente con los métodos burocráticos.
El heroico combate de los trabajadores permite la derrota del nazismo. Sin embargo, la burocracia sistematiza la colaboración con el imperialismo, concretada en las conferencias de Yalta y Postdam en 1945. En ellas no sólo se consagra un reparto de áreas de influencia entre “bloques”, sino también una suerte de reparto de tareas por la que Stalin se compromete a favorecer la restauración de los estados burgueses tras la guerra (Thorez, líder del PC en Francia, habla de “un solo Estado, un solo ejército, una sola policía”, buscando desmantelar toda resistencia). Se profundiza así la orientación previa que incluso había liquidado la III Internacional en 1943. Resultado del reparto de áreas de influencia es la constitución en la Europa del este de una serie regímenes que reproducen fielmente el modelo estalinista de la URSS. Como en China desde 1949, más allá de sus particularidades. A pesar de esa fidelidad, es importante consignar que en la URSS se había acabado produciendo la burocratización, mientras que en otros países el nuevo régimen ya nacía así. Y en casos como el de la RDA y otros sin resultar siquiera de una revolución ad hoc.
En 1949 Bulgaria, Checoslovaquia, Hungría, RDA, Polonia, Rumanía y la propia URSS constituyen el Consejo de Ayuda Mutua Económico (CAME), al que posteriormente se irán adhiriendo Albania, RDA, Mongolia, Cuba y Vietnam (Yugoslavia es asociado). En sus estatutos se declara formalmente el objetivo de una “división internacional socialista del trabajo”, negando así la existencia de una economía mundial, en la que tanto hincapié habían hecho los principales teóricos del partido bolchevique antes y después de 1917. En 1955 se crea el Pacto de Varsovia con la forma de una alianza militar que, en realidad, dirige Moscú férreamente que, de hecho, utilizará contra los levantamientos de 1956 en Hungría o 1968 en Checoslovaquia, etc. (hay más movimientos con reivindicaciones políticas, como en 1953 en la RDA o en 1981 en Polonia).
¿División socialista del trabajo? No es sólo que no pudiera ser socialista, dado que el socialismo se había “decretado” de una forma carente de toda fundamentación real, como hemos explicado en artículos previos. Es que ni siquiera hubo tal división del trabajo, ya que en los distintos países se impuso asimismo el mecanismo económico estalinista, que más bien produjo “industralizaciones en paralelo”, que impedían por tanto una complementariedad entre las distintas economías nacionales. Además, carecían de estímulo comercial dado que, como sus monedas no eran convertibles con las occidentales, un superávit dentro del CAME no otorgaba capacidad de compra fuera. En definitiva, todas las contradicciones de la experiencia de la URSS previa a la Segunda Guerra Mundial se reproducen ampliadamente en los demás países, de modo que se limitan cada vez más las enormes capacidades que había abierto la revolución del 17 y la consiguiente constitución del Estado obrero. Paulatinamente las contradicciones fueron agravándose, ausente toda posibilidad de que la propia burocracia recondujera la situación, ya que sus privilegios, que parasitaban de las conquistas de la revolución, se verían afectados de ponerse en marcha la única vía para la profundización de ella, i.e., su extensión mundial que, sin duda, les habría barrido como casta. Es el pronóstico que se recoge en el Programa de Transición con el que se constituye la IV Internacional en 1938: “o la burocracia derriba las nuevas formas de propiedad precipitando al país hacia el capitalismo; o la clase obrera aplasta a la burocracia abriendo una salida hacia el socialismo”.
El reto se situaba por tanto en la necesidad de una revolución política que, preservando las bases económicas de la revolución social, hiciera posible la regeneración del Estado obrero para el pleno despliegue de sus posibilidades. El resto de la historia, conocido, desemboca en los estallidos de los años ochenta que culminan con el derribo del muro de Berlín en 1989 y, finalmente, la liquidación de la URSS.
¿Qué enseñanzas se pueden sacar de todo ello? Es preciso abordarlas con rigor. Sin duda, en la experiencia soviética se encuentra una prueba excelente de las posibilidades de un orden socialista para desarrollar las fuerzas productivas (el empleo, la sanidad, la vivienda, los estudios). También los límites a los que inevitablemente se enfrenta, por distintas circunstancias y en particular por el propio gobierno burocratizado. Y todo ello en conexión con la dinámica histórica general a escala mundial, que nutre la noción de revolución permanente, ya acuñada por Marx y retomada después por Trotsky y por Lenin. Lo abordaremos específicamente en el número siguiente de Información Obrera, con el artículo que completa esta serie sobre la revolución rusa y la experiencia histórica de la Unión Soviética. Siempre sobre la base de su consideración como acontecimiento más importante de la historia y referente imprescindible para nuestra perspectiva política.
Xabier Arrizabalo Montoro
(1) Información Obrera, nº 317, junio-julio 2016.