InternacionalesLiga de los Comunistas

El camino hacia el Manifiesto Comunista: la Revista Comunista de 1847

Diego Farpón

En septiembre de 1847 apareció Revista Comunista. En la cabecera de la revista ya aparecen las que serán las últimas palabras de el Manifiesto: “proletarios de todos los países, uníos!”, y es que esta consigna fue adoptada en el congreso que tuvo lugar en Londres en junio de 1847 y en el cual la Liga de los Justos dejó paso a la Liga Comunista: esta revista fue el órgano de expresión de la nueva organización, la Liga de los Comunistas.
Este documento, que menciona la profesión de fe comunista, que aparecía como elemento central en las circulares de la Liga de los Justos de noviembre de 1846 y de febrero de 1847, fue publicado apenas un par de meses antes de que en su segundo congreso, que también tuvo lugar en Londres, a finales de noviembre de 1847, la Liga encargase la elaboración de el Manifiesto a Engels y Marx.
A continuación ofrecemos el editorial de la revista -la introducción-, sin las notas que le fueron añadidas en la obra de la cual lo hemos tomado y con mínimas correcciones.
Extraído de biografía del Manifiesto Comunista, Compañía General de Ediciones, México, 5ª edición, 1969, pp. 373-382.


Introducción

Miles de periódicos y revistas salen a la luz; todos los partidos políticos, todas las sectas religiosas encuentran su vocero; sólo el proletariado, la masa inmensa de los desposeídos, estuvo condenada hasta hoy a no poseer un órgano permanente que defendiera incondicionalmente sus intereses y sirviese de guía a los obreros en su aspiración por ilustrarse. La necesidad de un periódico así concebido ha sido sentida no pocas veces y en gran extensión por los proletarios, y en varios sitios se acometió el intento de fundarlo, pero desdichadamente siempre fracasaba. En Suiza aparecieron en breve tiempo, uno tras otro, La Joven Generación, La Buena Nueva, las Hojas Actuales; en Francia, el Adelante, las Hojas del Porvenir; en la Prusia renana, El Espejo de la Sociedad, etc., pero todos morían, tras una vida fugaz, unas veces porque la policía tomaba cartas en el asunto, dispersando a los redactores; otras veces porque faltaban los medios económicos para continuar la empresa: los proletarios no podían y los burgueses no querían prestarle ayuda. Después de todos estos intentos fracasados, hacía ya mucho tiempo que se nos requería desde distintos sitios a que aventurásemos una nueva tentativa aquí en Inglaterra, donde la libertad de Prensa es absoluta y donde, por tanto, no tenemos por qué temer persecuciones policíacas.
Intelectuales y obreros nos prometían su colaboración, pero aún vacilábamos, temerosos de que se nos agotasen en poco tiempo los recursos necesarios para llevar adelante la empresa. Finalmente, se nos propuso la creación de una imprenta propia, para de este modo asegurar la vida del periódico que se fundase. Fue abierta una suscripción, los afiliados a las dos asociaciones de Cultura Obrera de Londres hicieron cuanto pudieron y aun más, y en poco tiempo se reunieron 25 libras. Con este dinero trajimos de Alemania los originales necesarios; los cajistas de nuestras organizaciones los compusieron gratuitamente, y así puede ver la luz hoy el primer número de nuestro periódico, cuya existencia, por poca ayuda que reciba del continente, estará asegurada. Sólo nos falta una prensa, y tan pronto como reunamos el dinero necesario para adquirirla dispondremos de una imprenta en marcha, en la cual podremos imprimir, además de nuestra revista, otra serie de folletos de defensa del proletariado. Ateniéndonos a nuestro plan de avanzar con pie firme, nos limitaremos por ahora a expedir este número de prueba y esperaremos a ver los recursos que se nos envían antes de reanudar la publicación. De aquí a fines de año esperamos haber recibido las contestaciones necesarias, y para entonces podremos decidir si el periódico ha de publicarse quincenal o semanalmente. La publicación mensual está casi asegurada con la venta de Londres. El precio de cada número se fija provisionalmente en 2 peniques, 4 sous, 2 silbergrosen o 6 cruzados; sin embargo, tan pronto como el número de suscriptores llegue a los 2,000, este precio podrá abaratarse considerablemente.
Y ahora, proletarios, sois vosotros quienes tenéis la palabra. Enviadnos artículos, suscribíos, por poco que podáis, difundid el periódico, aprovechando todas las ocasiones, y laboraréis por una causa santa y justa: por la causa de la justicia contra la injusticia, por la causa de los oprimidos contra los opresores; nuestra lucha es la lucha por la verdad contra la superstición, contra la mentira. No aspiramos a ninguna recompensa, a ningún pago por lo que hacemos, pues nos limitamos a cumplir con nuestro deber. Proletarios, si queréis ser libres, sacudid vuestra modorra y apretad bien vuestras filas. ¡La humanidad exige de cada hombre el cumplimiento de su deber!

¡Proletarios!

Como para muchos serán seguramente desconocidos los orígenes de esta palabra con que nos dirigimos a vosotros, comenzaremos dando aquí una pequeña explicación de lo que significa. Cuando en la antigüedad el Estado romano alcanzó su poderío, al acercarse al punto culminante de su civilización, sus ciudadanos se dividían en dos clases: los poseedores y los desposeídos. Los poseedores pagaban al Estado impuestos directos; los que no poseían nada le entregaban sus hijos, a quienes se empleaba en defender a los ricos y se enviaba a regar con su sangre los inacabables campos de batalla, para aumentar más todavía el poderío y la riqueza de la clase poseedora. La prole significa, en la lengua latina, los hijos, la descendencia; los proletarios eran, pues, una clase de ciudadanos que no tenían más patrimonio que sus brazos y sus hijos.
Hoy, en que la sociedad moderna se acerca al punto culminante de la civilización, con la invención de las máquinas y la creación de las grandes fábricas; hoy, en que la propiedad tiende a concentrarse cada vez más en manos de unas cuantas personas, se ha desarrollado también en nuestros países, cada vez más nutrido, el proletariado. Un puñado de privilegiados posee en propiedad todos los bienes, mientras que a la gran masa del pueblo no le quedan más que sus brazos y sus hijos. Y lo mismo que en Roma, los proletarios de hoy y nuestros hijos nos vemos embutidos en el capote del soldado, amaestrados como máquinas llamadas a proteger a sus propios opresores y a derramar la propia sangre a la menor seña de aquéllos. Nuestras hermanas y nuestras hijas sirven, ni más ni menos que en tiempos pasados, para satisfacer los apetitos animales de unos cuantos ricos crapulosos. Sigue siendo el mismo el odio de los pobres oprimidos contra los ricos opresores. Pero el proletariado de nuestra sociedad ocupa una posición muy distinta y muy superior a la del proletariado romano. Los proletarios romanos no disponían de los medios necesarios ni de la cultura imprescindible para poder emanciparse; no les quedaba más salida que la venganza, sucumbiendo en ella. Muchos de los proletarios de hoy poseen ya, gracias a la imprenta, un alto grado de cultura y los demás progresan día a día en su tendencia a la unión, y mientras que en este campo el progreso es cada día más señalado y la cohesión más firme, la clase privilegiada nos da el espectáculo del más espantoso egoísmo y del desenfreno más repugnante. La civilización actual brinda medios sobrados para hacer felices a todos los hombres de la sociedad; por eso el objetivo del proletariado de hoy no es simplemente destruir, vengarse y buscar en la muerte su liberación, sino cooperar a la creación de una sociedad en la que todos puedan vivir como hombres libres y dichosos. Proletarios de la sociedad actual son todos los que no pueden vivir de sus capitales, lo mismo el obrero que el intelectual, igual el artista que el pequeñoburgués, pues aunque la pequeña burguesía conserve aún algunos bienes de fortuna, marcha visiblemente, y a pasos agigantados, bajo la espantosa concurrencia del gran capital, hacia una situación que la confundirá con la masa de los proletarios. Ya hoy podemos, pues, contarla entre nosotros, no siendo como no es menor su interés de librarse de una situación de total penuria que el nuestro por salir de ella. Unámonos, pues, y ambas partes saldremos ganando.
La mira de este periódico es laborar por la emancipación del proletariado y ofrecer a éste un portavoz para que pueda llevar su aliento a todos los oprimidos y apretar en sus filas la solidaridad.
Le hemos dado el nombre de Revista Comunista, convencidos como lo estamos de que esta emancipación no puede ser alcanzada por más camino que el de una radical transformación del régimen de propiedad existente. La liberación de los oprimidos sólo puede ser realizada, para decirlo de otro modo, sobre una sociedad basada en la propiedad común. Era nuestro propósito insertar aquí una breve profesión de fe comunista, fácilmente comprensible para todos y cuyo proyecto tenemos ya redactado. Sin embargo, como esta profesión de fe ha de servir en lo futuro de norma para nuestra propaganda y tiene por consiguiente una importancia grandísima, nos hemos creído obligados a enviar antes de nada este proyecto a nuestros amigos del continente para que nos digan su opinión. Tan pronto como la conozcamos, introduciremos en el proyecto las enmiendas y adiciones necesarias, para insertarlo en el número próximo.
El movimiento comunista es interpretado por mucha gente de un modo tan falso, se ve tan calumniado e intencionadamente torcido, que no podemos menos de decir aquí algunas palabras acerca de él, en aquello en que lo conocemos y en que tenemos de él una experiencia propia. Nos limitaremos principalmente a explicar lo que no somos, saliendo así desde el principio al paso de algunas de las calumnias con que se nos ha querido combatir.
Nosotros no somos ningunos urdidores de sistemas: sabemos por experiencia cuán necio es discutir y cavilar acerca de las instituciones que habrán de implantarse en una sociedad futura, sin pararse a pensar en los medios que pueden llevarnos a su instauración. Dejamos a los filósofos y a los eruditos el cuidado de inventar sistemas para la organización de una nueva sociedad, y hasta lo juzgamos bueno y provechoso; pero si nosotros, los proletarios, nos pusiéramos a discutir seriamente sobre la organización de los talleres y la forma de administrar la comunidad de bienes en la sociedad del mañana, si nos pusiéramos a disputar acerca del corte de los trajes o del procedimiento más recomendable para limpiar los retretes, etc., caeríamos en el ridículo y mereceríamos en justicia ese nombre de soñadores sin sentido práctico que tantas veces se nos adjudica. El deber de nuestra generación es descubrir y acarrear los materiales constructivos necesarios para levantar el nuevo edificio; el deber de la generación venidera será construirlos, y estamos seguros de que para esa obra no faltarán arquitectos.
Nosotros no somos comunistas de esos que pretenden arreglarlo todo con el amor. No derramamos lágrimas amargas a la luz de la luna plañendo la miseria de los hombres, para extasiarnos luego ante la idea de un dorado mañana. Sabemos que los tiempos en que vivimos son serios, que reclaman los mayores esfuerzos de cada hombre y que esos vahídos de amor no son más que una especie de desfallecimiento espiritual que incapacita para la acción a quien se entrega a él.
Nosotros no somos de esos comunistas que andan por ahí predicando ya la paz eterna, mientras sus enemigos se pertrechan en todas partes para la lucha. Sabemos muy bien que en ningún país, exceptuando quizá a Inglaterra y a los estados libres de Norteamérica, podremos entrar en un mundo mejor sin antes haber conquistado por la fuerza los derechos políticos. .No importa que haya gentes a quienes esto sirva de fundamento de acusación para tacharnos a gritos de revolucionarios: todo eso nos tiene sin cuidado. Nosotros, por lo menos, no queremos poner una venda sobre los ojos del pueblo, sino decirle la verdad y hacer que se fije en la tormenta que se avecina para que pueda tomar posiciones ante ella. Nosotros no somos ningunos conspiradores de esos que pretenden hacer estallar una revolución o asesinar a un príncipe en un día determinado, pero no somos tampoco mansas ovejas que cargan con la cruz sin rechistar. Sabemos muy bien que en el continente es inevitable la lucha entre los elementos aristocráticos y democráticos, y nuestros enemigos lo saben también y se aprestan a ella; es, pues, deber de todo hombre prepararse para esa lucha, para que el enemigo no nos ataque por sorpresa y nos aniquile. Nos espera todavía la última y definitiva batalla, una ruda batalla, y en tanto que nuestro partido no salga triunfante de ella no habrá llegado el momento de deponer, esperamos que para siempre, las armas.
Nosotros no somos de esos comunistas que creen que, una vez dada victoriosamente la batalla, podrá implantarse el comunismo como por encanto. Sabemos que la humanidad no avanza a saltos, sino paso a paso. No puede pasarse en una noche de un régimen inarmónico a un régimen de armonía: para ello será necesario un período de transición, que podrá durar más o menos según las circunstancias. La propiedad privada sólo puede transformarse gradualmente en propiedad social.
Nosotros no somos de esos comunistas que destruyen la libertad personal y pretenden convertir el mundo en un inmenso cuartel o en una inmensa fábrica. Hay, indudablemente, comunistas que se las arreglan muy cómodamente negando y pretendiendo abolir la libertad personal, por entender que es incompatible con la armonía: a nosotros no se nos ha pasado jamás por las mentes comprar la igualdad con el sacrificio de la libertad. Tenemos la convicción, y procuraremos demostrarlo en los siguientes números, de que en ninguna sociedad puede la libertad de la persona ser mayor que en la basada sobre un régimen de comunidad.
Nos hemos limitado a decir lo que no somos; en nuestra profesión de fe pondremos en claro lo que somos y lo que queremos. Hoy sólo nos resta dirigir unas cuantas palabras a los proletarios que forman en otros partidos políticos o sociales. Todos luchamos contra la sociedad actual, que nos oprime y nos deja perecer en la miseria; desgraciadamente, lejos de tener esto en cuenta para unirnos, lo que hacemos, con harta frecuencia, es combatirnos los unos a los otros, para fruición de nuestros opresores. En vez de poner, todos unidos, manos a la obra, para levantar un Estado democrático en el que cada partido pueda luchar con las armas de la palabra hablada y escrita para atraerse a la mayoría, nos dejamos llevar de la discordia en torno a lo que deberá y no deberá suceder una vez que hayamos vencido. No podemos menos de recordar aquí la fábula de aquellos cazadores que, antes de haberse echado a la cara el oso, se liaban a golpes sobre quién había de llevarse la piel. Tiempo es ya de que dejemos a un lado nuestras rivalidades y nos tendamos la mano en mutua ayuda. Y si queremos sellar la solidaridad es necesario que los portavoces de los diferentes partidos cesen en sus rabiosos ataques contra cuantos ostentan otras opiniones y pongan fin a la execración de los partidarios de otras teorías. Nosotros respetamos a cuantos, incluso aristócratas y pietistas, tengan opiniones propias y estén prestos a defender, firme y resueltamente, lo que crean la razón. Pero aquellos que, detrás de la careta de tal o de cual religión, de tal o de cual partido político o social, no persiguen más mira que la defensa de sus propios intereses, serán inexorablemente combatidos por nosotros. Todo hombre de honor tiene el deber de desenmascarar a esos hipócritas, presentándolos ante el mundo en toda su repugnante desnudez. Una persona puede equivocarse y mantener doctrinas falsas, pero no debemos pensar mal de él porque lo haga, si cree en la doctrina que profesa y es fiel a su divisa. Por eso Karl Heinzen incurre en injusticia cuando ataca a los comunistas como lo hace en el segundo número del Tribuno. Una de dos. O Karl Heinzen ignora de medio a medio lo que significa el comunismo, o se vale de sus rivalidades personales con ciertos comunistas para prejuzgar su idea acerca de un partido que forma en la vanguardia de los ejércitos que luchan por la democracia. Cuando leímos este ataque contra los comunistas nos quedamos suspensos de asombro. Sus acusaciones no nos conmueven en lo más mínimo, por una sencilla razón, y es que esos comunistas que describe Heinzen no existen. Han sido creados probablemente por su calenturienta imaginación, para luego rebatirlos. Cuando decimos que la lectura de este artículo nos llenó de asombro, queremos decir que era muy duro para nosotros creer que un demócrata pudiera incurrir en la responsabilidad de lanzar la manzana de la discordia entre las filas de sus propios camaradas de armas. Pero nuestro asombro fue en aumento cuando, al final del artículo, leímos aquellos nueve puntos llamados a formar las bases del nuevo orden social. Estos puntos coinciden casi al pie de la letra con las reivindicaciones presentadas por los comunistas. No hay más diferencia, al parecer, sino que el ciudadano Karl Heinzen ve en sus nueve puntos las bases del nuevo orden social, mientras que nosotros las consideramos simplemente como el cimiento del período de transición que debe preceder a la creación de una sociedad plenamente comunizada. Es, pues, razonable esperar que acabemos uniéndonos para llevar a la práctica lo que Karl Heinzen propone. Y cuando lo hayamos conseguido, si vemos que el pueblo vive contento y tan cumplidamente satisfecho que no apetece nuevos avances, nos deberemos someter a la voluntad popular. Pero si el pueblo desea seguir avanzando hasta la implantación del comunismo, suponemos que el ciudadano Heinzen no tendrá nada que objetar. Sabemos de sobra que el ciudadano Heinzen es el blanco de los ataques y calumnias de nuestros comunes opresores y que esto fomenta en él un estado de aguda irritabilidad. Nosotros, por nuestra parte, no queremos molestarle. Lejos de ello, no nos negaremos a tenderle la mano en señal de concordia. La unión hace la fuerza, y sólo ella puede llevarnos al fin perseguido.
Así, pues, proletarios de todos los países, unámonos; públicamente, allí donde la ley lo permita, pues nuestros actos no tienen por qué rehuir la luz del día, y secretamente donde el despotismo de los tiranos no consienta otra cosa. Leyes que prohíben a los hombres asociarse para debatir los problemas de la época y defender sus derechos, no son leyes, sino actos de fuerza de la tiranía, y quien los acate y respete obra cobarde y deshonrosamente; mas quien los desprecie y los infrinja procede virilmente y con honor.
Diremos, para terminar, que las columnas de nuestra revista no estarán nunca abiertas para librar polémicas personales ni para llenar de elogios a aquellos que cumplen con su deber. En cambio, cuantos proletarios se sientan oprimidos y maltratados no tienen más que dirigirse a nosotros, que saldremos sin vacilar a la palestra en defensa suya y entregaremos los nombres de sus opresores a la execración de la opinión pública, ante la cual empiezan ya a temblar hasta los tiranos más ensoberbecidos.